Gatillero y brazo derecho de Pancho Villa. Fierro fue conocido entre
el grupo del centauro del norte como un hombre frío, sin miedo a matar,
tanto, que en una ocasión le quitó la vida a 300 prisioneros, uno por
uno y a mano propia.
Decenas,
hasta cientos de personas, cuyos nombres se perdieron entre el polvo de
la historia cayeron atravesadas por las sanguinarias balas de Fierro.
Sólo era una apuesta, una ocurrencia más de las tantas que tenía Rodolfo Fierro
mientras no se encontraba desafiando las balas o los obús es de la
artillería enemiga durante una batalla. Sus hombres escuchaban atentos
las palabras del jefe, y su insistencia que rayaba en alcohólica
necedad, provocaba las carcajadas de los presentes. Nadie tomaba a broma
lo que decía el temible revolucionario por más inverosímil que
pareciera: si algo habían aprendido de Fierro es que con él todo era
posible.
Fierro había lanzado un reto muy simple: apostó que un
hombre herido de muerte caería hacia adelante. Uno de los presentes le
tomó la apuesta, el general salió de la cantina tambaleándose,
desenfundó su pistola y le disparó a un parroquiano que atravesaba en
ese momento. Guardó “la siempre fiel”, y regresó con una amplia sonrisa
ganadora a cobrar la apuesta: el cristiano había caído hacia adelante.
Los
hombres que rodearon a Pancho Villa durante la revolución mexicana
contribuyeron a construir el mito del Centauro del Norte, porque a su
vez, se convirtieron en personajes míticos formados bajo una situación
extrema, llevados al límite, cercados permanentemente por la violencia.
La realidad, cruda y cruel, los convirtió en personajes dignos de la
literatura, cuando esa realidad había superado por mucho a la ficción.
Audacia temeraria.
Nacido en El Fuerte, Sinaloa, en 1880, Rodolfo Fierro fue uno de los lugartenientes de mayor confianza de Pancho Villa; su gatillero y brazo ejecutor
en el sentido literal del término. Sabía apretar el gatillo por
obligación pero lo disfrutaba más cuando disparaba por devoción, por
gusto, por placer.
Al estallar la revolución constitucionalista
contra Victoriano Huerta, Fierro militaba en las filas de Tomás Urbina,
otro de los generales villistas de dudosa honestidad y arrebatos
caciquiles. Había sido garrotero y ferrocarrilero, pero sus
conocimientos técnicos eran insuficientes para hacerse cargo de la
logística de la División del Norte y de su movilización en locomotoras.
A Villa le llamó la atención el valor y la audacia de Fierro.
Supo de inmediato, que era un hombre temerario hasta la locura; no
temía morir, por eso se le facilitaba matar; era despiadado y su lealtad
incuestionable. Fierro conoció a Villa en septiembre de 1913, cuando
los jefes militares de las regiones de la Laguna, Durango y Chihuahua se
reunieron en la Hacienda de la Loma, en Durango, y votaron para
entregarle el mando de la División del Norte a Pancho Villa. Como
ocurrió con muchos otros hombres, Fierro cayó seducido ante el carisma
de Pancho Villa.
“Lugarteniente cruel y sanguinario de Villa
-escribió Luis Aguirre Benavides, secretario particular del Centauro-,
Fierro no carecía de cierta cultura; alto, fornido, de buena presencia y
simpático en su trato. Era buen compañero y amigo, valiente y resuelto
hasta la temeridad en los combates; de todas las confianzas y
consideraciones del general Villa, quien siempre le confiaba comisiones
en las que se necesitaba valor y pocos o ningunos escrúpulos; era capaz de hacer todo con tal de complacer y dejar contento a su jefe”.
Villa
puso a prueba el coraje de Fierro a finales de 1913 en Tierra Blanca.
Un convoy con tropas federales intentaba huir a toda velocidad y para
evitarlo, Fierro montó su caballo y a todo galope se le emparejó al
ferrocarril logrando evitar que las balas enemigas le pegaran; sin
detenerse saltó desde su montura, trepó a lo alto de los vagones y
avanzó hacia adelante saltando uno tras otro hasta llegar al lado del
maquinista a quien le vació la pistola. Acto seguido jaló la palanca de
aire y detuvo el tren. Inmediatamente después, el resto de las tropas
villistas cayeron encima del ejército huertista.
A partir de ese
momento, Fierro accedió al primer círculo de los generales villistas,
pero no tuvo mando de tropas durante la revolución constitucionalista.
Villa lo tenía a su lado para misiones especiales, las que sólo un
desquiciado pudiera cumplir a cabalidad, o bien, para no tener que
ensuciarse las manos con la ejecución de sus enemigos.
Era curioso
ver la extraña composición social del alto mando de la División del
Norte; una combinación de hombres de clase media, preparados, con cierta
formación intelectual y con principios políticos firmes y convicciones
hechas, como eran los generales Felipe Ángeles, Eugenio Aguirre
Benavides o Raúl Madero, compartiendo el mismo espacio, la mesa de
Villa, con hombres atrabiliarios, incultos y despiadados como Tomás
Urbina y Rodolfo Fierro.
No hubo batalla en la última etapa de la
revolución contra Huerta en la que el sanguinario lugarteniente de Villa
no estuviera presente. Participó en las tomas de Torreón, San Pedro de
las Colonias, Paredón y Zacatecas. Siempre obediente, siempre sumiso,
siempre temerario, Fierro era como el cancerbero de Hades que cuidaba el inframundo, con lealtad absoluta y aun a costa de su vida.
Nada
lo arredraba, ni siquiera una herida; la sangre parecía detonar con
mayor furia su adrenalina. El furor lo poseía y siempre intentaba volver
a la batalla. Felipe Ángeles lo describió durante la toma de Zacatecas:
“Los heridos heroicos como Rodolfo Fierro andaban chorreando en sangre,
y olvidados de su persona, querían seguir colaborando eficazmente en el
combate”.
Pero su talento de asesino contrastó con su ineptitud y
falta de pericia para la estrategia militar. En 1915, Villa le entregó
mando de tropas y Fierro le devolvió varias derrotas que se fueron
sumando a la destrucción total de la División del Norte a manos de
Álvaro Obregón.
El whisky y la pistola.
Fierro
bebía whisky; andaba por la vida con los ojos enrojecidos por el
alcohol del que siempre procuraba hacerse acompañar. Una copa, que se
multiplicaba en pocos minutos, le permitía estar a tono para hacer
cantar su pistola. No bebía para darse valor, era un hombre valiente sin
discusión. El alcohol simplemente lo ponía en un agradable estado de
bienestar físico donde la vida y la muerte eran sinónimos.
“A
Fierro se le hacía agua la mano (según su propia expresión) -escribió
Ramón Puente-, cuando la posaba en la cacha de su pistola. Está
profundamente alcoholizado cuando se deleita en fusilar prisioneros y se
ríe con risa diabólica al sentir que su pistola se calienta a tal grado
que tiene que cambiarla”.
Villa admiraba la naturalidad con que
Fierro disponía de las vidas ajenas. No dudaba, no padecía, no se
cuestionaba. Si por momentos era cruel divirtiéndose con los
prisioneros, en otros parecía un ser amoral, matar y morir, formaban
parte de esa extraña cotidianidad marcada por la violencia
revolucionaria. Vivir el instante, el siguiente minuto parecía
suficiente porque no existía el futuro.
Fierro fue responsable de la muerte del inglés William Benton
con la venia de Pancho Villa. Le metió varios tiros sin saber que el
crimen provocaría un escándalo internacional que fue resuelto por el
primer jefe Carranza, cuando la División del Norte todavía tenía buenas
relaciones con la jefatura del movimiento Constitucionalista.
Sin
embargo, antes de salir del trance diplomático, Villa tomó sus
providencias para demostrar que se le había dado muerte al inglés con
todas las de la ley: le ordenó a Fierro que fuera por el cadáver a donde
lo había enterrado, lo exhumara y lo pasara por las armas. El
lugarteniente lo hizo sin chistar y fusiló al muerto.
Se
solazaba ejecutando prisioneros con sus propias manos. Una de las
descripciones más célebres fue escrita por Martín Luis Guzmán en su
novela El águila y la serpiente bajo el título “La fiesta de las balas”. Si bien, la matanza de 300 prisioneros,
uno por uno, a manos de Fierro -que dispuso de dos pistolas para
alternarlas porque se calentaban de tanto disparar-, no está
documentada, lo cierto es que entre las tropas villistas era llamado El carnicero.
“Una
de sus morbosidades es matar prisioneros -continúa Ramón Puente-, tiene
innata la disposición de verdugo, la misma voluptuosidad de esos
sacrificadores de hombres que acaban por encallecerse en el oficio y
sentir la necesidad de ejercitarlo para que no se enmohecieran sus
herramientas”.
Decenas de personas, cuyos nombres se perdieron
entre el polvo de la historia, cayeron atravesadas por las balas de
Fierro. Con motivos o sin motivos, por una discusión, por un capricho,
por una borrachera, cualquier circunstancia la resolvía Fierro con una
bala.
Durante
los aciagos días de la ocupación de la ciudad de México por las fuerzas
convencionistas de Villa y Zapata, en diciembre de 1914, Fierro se
despachó no pocos cristianos, entre ellos a David Berlanga, miembro de
la Convención Revolucionaria, quien una noche en que se encontraba
cenando en el restaurante Sylvain, se percató que un grupo de oficiales
villistas se resistían a pagar la cuenta. Berlanga los increpó y pagó la
cuenta. Minutos después se presentó Fierro con una escolta, condujo a
Berlanga al Cuartel de San Cosme y de ahí fue llevado al cementerio de
Dolores, en donde fue asesinado.
Unos meses después, Fierro no
tuvo empacho alguno en darle muerte a su viejo amigo y compañero de
armas, Tomás Urbina, compadre del Centauro, por instrucciones del mismo
Villa. “Tenía una psicología llena de amargura y crueldad -señala Luis
Aguirre Benavides-, que lo hizo cometer durante su vida revolucionaria
tantos desmanes, pues muchos de los hechos sanguinarios que se le
atribuyen, no eran inspirados u ordenados por Villa, sino que eran
producto de su propia iniciativa; su temeridad y valentía lo rodearon de
una aureola de leyenda”.
Cuando sobrevinieron las batallas del
Bajío en 1915, en las cuales Obregón despedazó a la División del Norte
reduciéndola a simples guerrillas que fueron erradicadas, comenzó la
desbandada de generales. Muchos de sus hombres de confianza abandonaron a
Villa: Felipe Ángeles, Eugenio Aguirre Benavides, José Isabel Robles,
Maclovio Herrera, Raúl Madero. Rodolfo Fierro siguió fielmente a su jefe. Sin embargo, una vida marcada por la muerte, sangrienta y cruel, no podía terminar de un modo distinto.
Villa
ordenó a Fierro retirarse hacia el norte para reorganizarse. En el
camino, cerca de Casas Grandes en Chihuahua, tropezaron con la Laguna de
Guzmán. Las tropas villistas comenzaron a rodearla, pero Fierro se veía
impaciente, parecía tener prisa por llegar a un destino todavía
incierto, por lo que sobre su magnífica montura, resolvió atravesar la
laguna a galope. Ni siquiera lo dudó, si había librado la fiesta de las
balas durante poco más de un año que llevaba al lado de Villa, una
laguna no podría detenerlo. Además de cargar con su carabina y su
entrañable pistola, las cantinas de la silla estaban repletas de monedas
de oro, de suerte que el peso era muy grande y como además el caballo
se enredó con la vegetación propia de la laguna, jinete y caballo se
hundieron sin que sus hombres pudieran hacer nada. Fierro se ahogó y su cuerpo jamás fue recuperado.
Hombre violento y desalmado, aunque simpático y ocurrente, Rodolfo Fierro pasó a la historia como una leyenda más de las construidas en torno a Villa.
Su tristemente célebre fama llegó hasta el cine nacional y Carlos López
Moctezuma lo interpretó en varias películas filmadas sobre el Centauro del Norte, al lado de Pedro Armendáriz. Al menos en el séptimo Arte, Fierro se ganó la simpatía del público.
Luis
Aguirre Benavides -secretario de Villa-, explica la presencia natural
de hombres como Fierro: “Era, sin embargo, sumamente útil en aquel medio
siniestro, en el que eran necesarios hombres valientes, decididos y sin
ningún escrúpulo de conciencia, para llevar adelante los designios, con
frecuencia injustos o equivocados del jefe de la Revolución en
Chihuahua”.
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