Cartas oceánicasJosé Ramón Fernández Gutiérrez de Quevedo
No debe ser fácil ser Cristiano Ronaldo, juega en la época
equivocada, ésta que ya pertenece a otro; y allá donde venga el futuro
se hablará de Cristiano como uno que era muy bueno, pero no el mejor. En
cualquier otro tiempo hubiera sido un jugador de los que pintan una
raya cada 25 años dividiendo su siglo en partes iguales, pasó con Di
Stéfano, Pelé, Cruyff y Maradona. Nacen cuatro en cien años y durante
los primeros 12 del XXI el futbol parió a Messi que nos durará ocho mas.
Entonces nos sentaremos a envejecer recordando las décadas de Messi
preguntado cuándo vendrá el nuevo.
Dejaremos a Cristiano en nuestra
memoria secundaria, el hueco de la cabeza que guarda futbolistas
inolvidables, pero no de culto. Carga otra condena, esa etiqueta lasciva
que impone el business plan a los jugadores de corte GQ. Diamantes,
Lamborghinis, bíceps, tríceps, cuadríceps, sesiones fotográficas,
portadas eróticas y desnudos con todas las responsabilidades y
obligaciones de símbolo sexual. A la opinión deportiva le sigue costando
entender esa doble carrera, duda del futbolista tuneado y no le concede
un nicho dentro de los clásicos. Aunque uniformado de blanco sea el
conjunto de órganos y hormonas mejor entrenado, le seguirán llamando CR7,
un mote demasiado ajeno al género romántico del fútbol.
La última
demostración de Cristiano fue un grito rabioso, se arrancó capas de
látex despellejando al modelo, jugó en carne viva rescatando al Madrid
de otro de sus trances habituales. Dos goles brutales, un penal a sangre
fría, un pase genial y kilómetros recorridos durante una noche con
ambiente satánico. El Barça no sería el mismo sin Messi, pero Messi no
sería tan bueno si detrás suyo no existiera Cristiano Ronaldo.
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