Los
 que vivimos antes de los tiempos de opulencia (también desaparecidos 
diríase que para siempre) podíamos recorrer la península saltando de bar
 en bar y de domicilio en domicilio sin desembolsar un duro (un duro era
 una moneda que aglutinaba cinco de las únicas pesetas que ha habido). Todo era gratis:
 las casas estaban abiertas de par en par y nadie negaba un trago de 
vino, una raja de chorizo o un préstamo hipotecario al caminante que, 
sediento o festivo requería ese sencillo socorro. Eso se acabó. Ahora se
 cobra hasta por sudar. Veamos unos ejemplos:
El agua
El
 humilde agua, reposo del reseco , hidratación del pasajero, domicilio 
del renacuajo. El embotellamiento en  contenedores de polietileno del 
líquido elemento es relativamente nuevo. Recipientes como el botijo, el 
porrón o la bota podían contener (a veces) agua potable, cuando ésta no 
corría libremente por ahí en frescos arroyos o grifos particulares. El 
agua corriente sigue siendo mejor y más estéril que la embotellada, como
 se demuestra prácticamente a diario en experimentos y estudios y no 
suele valer la semanada de un operario normal. ¿Cómo nos han convencido 
de que pedir un vaso de agua en un bar o una jarra en un restaurante es 
un intento de suicidio o una cutrez? Pues no lo sé, pero han tenido un 
éxito arrollador. Capítulo aparte es el de 
cobrarle el agua a los siempre deshidratados niños, intento inútil de 
escarmentar a padres y abuelos e igualmente fútil repelente de críos en 
las cercanías de tabernas y salones.
El hielo
El
 agua (léase párrafo anterior) es el único elemento de la naturaleza que
 se dilata al enfriarse. Los codiciosos tenderos no han tardado en darse
 cuenta de este hecho para aplicarlo a sus tarifas. Pero ya está: el 
hielo se cobra como suplemento. No una enome barra como las de los 
tiempos prefrigoríficos, la que conoció Aureliano Buendía o la que 
maltrataba Sharon Stone con un punzón, ¡sino unos domésticos cubitos!
Extraído de ABC.
El perejil
Tiempos
 estos de anormales dilataciones (véase el párrafo anterior). Los súper e
 hipermercados (nombres que ya sugieren colosales displicencias), aparte
 de aniquilar el trato personal, eliminan también el suplemento y la 
dádiva que el cliente habitual merecía sólo por ser humano. ¿Le pongo 
también este tomate que tiene mala cara pero que está bien? Tenga un 
ramito de perejil, ¿No quiere llevarse a mi primogénito?… Prácticas que 
en esta retractilada era han desaparecido para siempre. 
La televisión
¿Quiere usted reír y ser feliz como el jornalero del párrafo anterior? ¿Eh? Claro que sí. Debe
 poseer entonces un aparato receptor de televisión. Lejanas eras nos 
contemplan cuando el ratio español/televisor era menor que uno.  Bien. 
Ya todos disponemos de una o más cajas catódicas pero el imparable 
avance del hedonismo individualista, la libertad de elección y hasta los
 cambios de hábitos higiénicos y sexuales nos han sumido en la 
permanente insatisfacción. Ha sucedido lo impensable. ¡Queremos elegir 
los contenidos de la televisión! Pues eso cuesta. Televisión por cable, 
televisión por satélite, televisión por innombrables favores… A pagar. Y
 que no se les ocurra poner un impuesto por poseer un aparato como los 
ingleses. Casi mejor no dar ideas.
Las cosas de los aviones
No
 hay pieza humorística que pueda escapar al encanto de los chistes 
cacahuetescos y avionales. Pero no, no vamos a hablar de la dificultad 
de su manejo y/o apertura sino de su coste. La llegada de los vuelos low cost
 y la masificación generalizada en el transporte aéreo ha hecho que el 
viajero, antes consentido como un príncipe, deba pagar como extras la 
comida, la bebida y las rifas (lo juro) organizadas dentro del pájaro. 
Por no hablar de la confirmación mediante SMS, el seguro, el embarque prioritario o la tarifa administrativa para el  pago mediante tarjeta. Cosas que antes (igual me repito) no pasaban. ¿Qué les voy a contar?
La gimnasia
Seguimos
 hablando de dilataciones. ¿Quiere usted cambiar su cuerpo por uno mejor
 y más grande (o más pequeño, o más firme, o más caro)? Pues abone. Si a
 un robusto jornalero español de España le hubieran dicho que subir 
sacos o doblar el lomo se iba a cobrar en vez de 
pagarse como jornal seguramente hubiera reído con sus once dientes antes
 de decir una ingeniosa chanza que seguramente también hubiera dicho 
como nadie.
 
 
 
 
 
 
 



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